Publicado en El Comercio (Perú, 16/03/2017)
Ilustración de Manuel Gómez Burns
Stephen King ha vuelto con El bazar de los malos sueños, libro compuesto por relatos nuevos y revisados. A continuación un fragmento de unos de dichos relatos, «Área 81».
***
Doug Clayton, agente de seguros natural de Bangor, viajaba rumbo a Portland, donde tenía reservada una habitación en el hotel Sheraton. Preveía llegar a las dos como muy tarde. Eso le dejaba tiempo de sobra para una siesta (lujo que rara vez podía permitirse) antes de salir a buscar un sitio donde cenar en Congress Street. Al día siguiente, por la mañana bien temprano, se presentaría en el Centro de Congresos de Portland, cogería su placa de identificación y asistiría junto con otros cuatrocientos agentes a una conferencia titulada “Incendios, tormentas e inundaciones: seguros para catástrofes en el siglo XXI”. Al dejar atrás el mojón del kilómetro 131, Doug se acercaba a su propia catástrofe personal, pero esta no se correspondía con ninguno de los temas abarcados en la conferencia de Portland.
Había dejado el maletín y la maleta en el asiento trasero. En el del acompañante llevaba una Biblia (la versión del rey Jacobo; Doug no aceptaba ninguna otra). Era uno de los cuatro predicadores laicos de la Iglesia del Santo Redentor, y cuando le tocaba pronunciar el sermón, se complacía en llamar a su Biblia “el manual de seguros supremo”.
Doug había aceptado a Jesucristo como su salvador personal después de abandonarse a la bebida durante una década que abarcaba desde el final de la adolescencia hasta casi los treinta años. Esa juerga de un decenio terminó con un coche para la chatarra en un accidente y treinta días en la cárcel del condado de Penobscot. La primera noche en aquella celda pestilente no mayor que un ataúd se hincó de rodillas, y había seguido arrodillándose todas las noches desde entonces.
“Ayúdame a mejorar”, imploró en su oración aquella primera vez y todas las demás veces a partir de ese momento. Era una sencilla plegaria a la que el Señor había dado respuesta, primero multiplicada por dos, luego por diez, luego por cien. Pensaba que, pasados unos años, se multiplicaría por mil. ¿Y qué era lo mejor de todo? Al final lo esperaba el cielo.
La Biblia estaba ajada, porque la leía a diario. Le gustaban todos los relatos que contaba, pero el que más —aquel en el que meditaba con mayor frecuencia— era la parábola del Buen Samaritano. Había basado sus sermones en ese pasaje del Evangelio de san Lucas en varias ocasiones, y los feligreses del Santo Redentor, que Dios los bendijera, después siempre le habían dispensado elogios con generosidad. […]
Si algo horrorizaba a Doug Clayton era la posibilidad de obrar como el levita de esa parábola. Negarse a ayudar cuando alguien necesitaba ayuda y dar un rodeo. Así pues, cuando vio la ranchera embarrada poco más allá de la entrada a la vía de acceso del área de servicio vacía —los conos de color naranja volcados delante del vehículo, la puerta del conductor entreabierta—, dudó solo un momento antes de poner el intermitente y desviarse.
Estacionó detrás de la ranchera, encendió las luces de emergencia y se dispuso a apearse. Advirtió entonces que, aparentemente, la ranchera no llevaba matrícula en la parte de atrás…, aunque era tal la cantidad de barro que resultaba difícil saberlo con certeza. Doug cogió el teléfono móvil de la consola central del Prius y se aseguró de que lo llevaba encendido. Ser un buen samaritano estaba bien, pero no extremar la cautela al acercarse a un coche de aspecto indeterminado y sin matrícula era una estupidez total.
Se encaminó hacia la ranchera con el móvil en la mano izquierda, sujeto no muy firmemente. No, no tenía matrícula, en eso no se había equivocado. Escrutó a través de la luna trasera y no vio nada. Demasiado barro. Se dirigió hacia la puerta del conductor, pero de pronto se detuvo y, con el entrecejo fruncido, observó el coche en su conjunto. ¿Era un Ford o un Chevrolet? Imposible saberlo, y eso era extraño, porque él debía de haber asegurado miles de rancheras a lo largo de su vida profesional.
¿Tuneada?, se preguntó. En fin, podía ser… pero ¿quién se tomaría la molestia de tunear una ranchera para darle una apariencia tan anónima?
—¿Eh? ¿Hola? ¿Tiene algún problema?
Apretando un poco más el teléfono sin darse cuenta, se aproximó a la puerta. Acudió a su memoria una película que de niño lo había aterrorizado, algo sobre una casa encantada. Una pandilla de adolescentes se acercaba a una casa vieja abandonada, y cuando uno de ellos veía la puerta entornada, susurraba a sus amigos: “¡Mirad, está abierta!”. El espectador deseaba prevenirlos para que no entraran, pero por supuesto entraban.
Eso es una idiotez. Si dentro de ese coche hay alguien, podría haberle pasado algo.
Por supuesto, cabía la posibilidad de que el individuo hubiese ido al restaurante, quizá en busca de un teléfono público, pero si de verdad le pasaba algo…
—¿Hola?
Doug tendió la mano hacia el tirador, se lo pensó mejor y se inclinó para mirar a través de la abertura. Quedó consternado ante lo que vio. El asiento estaba embarrado, como también el salpicadero y el volante. Un pringue oscuro goteaba de los anticuados mandos de la radio, y en el volante se veían huellas que no parecían exactamente de unas manos. Para empezar, las marcas de las palmas eran enormes; las de los dedos, por el contrario, eran estrechas como lápices.
—¿Hay alguien ahí? —Se cambió el teléfono móvil de mano y sujetó la puerta del conductor con la izquierda para abrirla del todo y mirar en el asiento de atrás—. ¿Hay alguien heri…?
Tardó un momento en registrar un hedor insoportable, y de pronto estalló en su mano izquierda un dolor tan intenso que pareció recorrer todo su cuerpo, dejando un rastro de fuego e inundando de sufrimiento todos los espacios huecos. Doug no gritó, no pudo. Se le cerró la garganta a causa de la repentina conmoción. Bajó la vista y vio que el tirador de la puerta parecía haberle atravesado la palma de la mano.
Apenas le quedaban dedos. Solo veía los muñones, justo por debajo del primer nudillo, allí donde nacía el dorso de la mano. El resto lo había engullido de algún modo la puerta. Ante la mirada de Doug, el dedo medio se partió. La alianza nupcial se desprendió y cayó al asfalto con un tintineo.
Notaba algo. Dios santo, Jesús bendito, era algo semejante a unos dientes. Masticaban. El coche estaba comiéndosele la mano.
Doug intentó retirarla. El salpicón de sangre manchó en parte la puerta embarrada, en parte su pantalón. Las gotas que alcanzaron la puerta desaparecieron de inmediato con un débil sonido de succión: slurp. Por un momento casi logró zafarse. Veía resplandecer los huesos de los dedos allí donde la carne había sido succionada, y vislumbró una breve y horripilante imagen de sí mismo masticando un ala de pollo del Kentucky Fried Chicken. Róelo bien antes de dejarlo, decía siempre su madre, la carne más sabrosa es la que está cerca del hueso.